Este fin de semana sucumbí a la noche y recorrí las calles a esas ambiguas horas en las que se mezclan el borracho y el madrugador (Sabina dixit). Me he dedicado a observar el ambiente, en la –triste- doble vertiente que adquiere para nosotros, a analizar el comportamiento de noctámbulos habituales, a intentar descifrar el magnetismo que nos arrastra a la penumbra (a más de uno más bien al cuarto oscuro).
Existe una barrera horaria en las madrugadas en la que el entorno/ambiente comienza a vampirizarte. Todo se transforma en el escenario de una película de Lynch. Se respira la superficialidad y se saborean las frases hechas para romper el hielo. El hielo se rompe y las intenciones chorrean (podría haber elegido otro verbo quizás menos grotesco, pero no). Siniestros porteros de pinganillo, amigables camellos, jovencitos jugando a perdonarte la vida detrás de sus ochenteras gafas “modernas” sin cristal. Aparecen las miradas huecas que proyectamos y recibimos con dos copas de más. Se escuchan las risas que nacen en la garganta áspera y que esconden un profundo aburrimiento vital. Ríen para convencerse de que se están divirtiendo y así poder repetir tan banal experiencia el día después, el fin de semana después, el siguiente... Entran en escena los cazadores de noche, la sensualidad fingida para alimentar el ego y alterar tu estado de embriaguez. Se desatan las relaciones basadas en la carencia. Aumentan las colas en los baños de los que esperan su dosis de impulso hacia ninguna parte, unas por delante, otras por detrás. Llamamos amigo a cualquiera que nos invite a otro “pelotazo”. Compartimos piropos gratuitos que de repente todos estamos dispuestos a creer. Neuronas anestesiadas se desubican a ritmo de afamados dísc jockeys de Spotify.
Se inicia la búsqueda desesperada de unos ojos que se claven en ti, algo que no es difícil en este ambiente. Miedos vestidos de diseño pasean inquietos por la sala dejándose ver. Rehenes de sí mismos actuando con pretendida libertad. Flechazos que impactan en el hueco donde debería haber un corazón. Abrazos que no nos tocan, palabras que no nos alcanzan, ojos que resbalan sin llegar a enfocarnos. Histerias anímicas invaden la pista de baile. Tu compañero de barra es tu alma gemela y el camarero tiene todas las respuestas, además de estar tremendo. Otro ron con Coca-Cola que no te sabe a nada. Deja, que ya pago yo. Crisis existenciales disfrazadas de ambiente festivo. Pulmones resistiendo el exceso que provoca la ansiedad y el olor a pedo que ha sustituido al olor a tabaco. Chupitos dispuestos para clientes insaciables, tanto en la barra como en el cuarto oscuro. Se nublan las vistas, las lenguas se traban, el equilibrio se pierde de camino al servicio, pero no importa, porque habrá más de un voluntario para ayudarte a orinar.
Qué bien lo estamos pasando. Pupilas de cocaína picotean los restos de la velada. Todos esperando a que suceda algo, a que un golpe de viento gire nuestro rumbo hacia alguna parte. Amanece, y las pieles se tornan grises a la luz del día. Los vampiros huyen a sus hogares. Echarán las persianas hasta que el sol vuelva a ponerse. Arranca la resaca que castiga nuestros cuerpos; nos golpea en la cabeza, estalla en el estómago y trepa despacio por las áridas gargantas. Anoche no ocurrió, tampoco fue. Pero esta noche sí. Esta es la noche. Y así se pasa la vida, disparada hacia el vacío, hasta que descubramos que nadie va a rescatarnos de nuestra propia inercia. La noche promete, pero no cumple.
Existe una barrera horaria en las madrugadas en la que el entorno/ambiente comienza a vampirizarte. Todo se transforma en el escenario de una película de Lynch. Se respira la superficialidad y se saborean las frases hechas para romper el hielo. El hielo se rompe y las intenciones chorrean (podría haber elegido otro verbo quizás menos grotesco, pero no). Siniestros porteros de pinganillo, amigables camellos, jovencitos jugando a perdonarte la vida detrás de sus ochenteras gafas “modernas” sin cristal. Aparecen las miradas huecas que proyectamos y recibimos con dos copas de más. Se escuchan las risas que nacen en la garganta áspera y que esconden un profundo aburrimiento vital. Ríen para convencerse de que se están divirtiendo y así poder repetir tan banal experiencia el día después, el fin de semana después, el siguiente... Entran en escena los cazadores de noche, la sensualidad fingida para alimentar el ego y alterar tu estado de embriaguez. Se desatan las relaciones basadas en la carencia. Aumentan las colas en los baños de los que esperan su dosis de impulso hacia ninguna parte, unas por delante, otras por detrás. Llamamos amigo a cualquiera que nos invite a otro “pelotazo”. Compartimos piropos gratuitos que de repente todos estamos dispuestos a creer. Neuronas anestesiadas se desubican a ritmo de afamados dísc jockeys de Spotify.
Se inicia la búsqueda desesperada de unos ojos que se claven en ti, algo que no es difícil en este ambiente. Miedos vestidos de diseño pasean inquietos por la sala dejándose ver. Rehenes de sí mismos actuando con pretendida libertad. Flechazos que impactan en el hueco donde debería haber un corazón. Abrazos que no nos tocan, palabras que no nos alcanzan, ojos que resbalan sin llegar a enfocarnos. Histerias anímicas invaden la pista de baile. Tu compañero de barra es tu alma gemela y el camarero tiene todas las respuestas, además de estar tremendo. Otro ron con Coca-Cola que no te sabe a nada. Deja, que ya pago yo. Crisis existenciales disfrazadas de ambiente festivo. Pulmones resistiendo el exceso que provoca la ansiedad y el olor a pedo que ha sustituido al olor a tabaco. Chupitos dispuestos para clientes insaciables, tanto en la barra como en el cuarto oscuro. Se nublan las vistas, las lenguas se traban, el equilibrio se pierde de camino al servicio, pero no importa, porque habrá más de un voluntario para ayudarte a orinar.
Qué bien lo estamos pasando. Pupilas de cocaína picotean los restos de la velada. Todos esperando a que suceda algo, a que un golpe de viento gire nuestro rumbo hacia alguna parte. Amanece, y las pieles se tornan grises a la luz del día. Los vampiros huyen a sus hogares. Echarán las persianas hasta que el sol vuelva a ponerse. Arranca la resaca que castiga nuestros cuerpos; nos golpea en la cabeza, estalla en el estómago y trepa despacio por las áridas gargantas. Anoche no ocurrió, tampoco fue. Pero esta noche sí. Esta es la noche. Y así se pasa la vida, disparada hacia el vacío, hasta que descubramos que nadie va a rescatarnos de nuestra propia inercia. La noche promete, pero no cumple.
Texto adaptado de "La noche" de Bárbara Alpuente.
Ocnebius
2 comentarios:
Me quedo con el final la noche promete pero no cumple.
Un abrazo.
Me encanta este fragmento de "La noche" (libro que voy a curiosear en internet ahora mismo jaja). Me gusta mucho porque refleja que la felicidad no está en buscar los límites más extremos de la vida, ya que de esa forma lo único que podemos encontrar es la desgracia.
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